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09 noviembre 2010

Hedores presidenciales

En este país de sainete parece que se está poniendo de moda que los ex-Jefes de Gobierno, cuando se solean plácidamente en las playas de arenas inigualables de la senilidad, no pueden resistirse a la tentación de desvelar de un golpe las inmundicias de sus mandatos y años en el poder a las primeras de cambio, aprovechando para ello cualquier entrevista, libro de memorias al uso o intervención que se les ponga a mano.

Esta costumbre, de honda tradición anglosajona, se está extendiendo como una plaga entre esa clase superdotada que integran los Estadistas y cada día nos desayunamos con la noticia de que tal o cual barbaridad, generalmente que veja los derechos humanos de alguien, se cometió a sabiendas y, además, tuvo la sorprendente virtud de no generar ni siquiera cargos de conciencia. Todo ello para asombro y alivio del Hombre de Estado de turno, que no pudo soportar más el peso de su secreto y acabó por contarlo en primorosa exclusiva.

Visto que Toni Blair y George Bush le tomaron con diferencia la delantera, a pesar de que ambos fueron cesantes posteriores en sus dignos cargos, a nuestro Felipe González, que no iba ser menos, no se le ha ocurrido otra cosa mejor que destapar en público sus cloacas y nos ha dejado el patio hecho unos zorros y con un insoportable hedor a albañal. Se ve que esto de mostrarse débil y dubitativo ante el terrorismo de estado tiene su encanto y nadie con dos dedos de frente puede resistirse a ello.

Pero no me quiero ni imaginar la cara que se les ha debido quedar a esos millones de personas que le votaron en su día descubriendo en ayunas que su sacrosanto líder estuvo a punto de caer en la tentación y todavía hoy, tantos años después, no sabe si hizo lo correcto. Debe ser todo un poema. Sobre todo si se ponen a pensar por un segundo qué hubiera ocurrido si le da por apretar el botón rojo.

Así las cosas, ya sólo nos falta que el insufrible Aznar nos sorprenda cualquier mañana de estas con la revelación de la autoría de la plaga interminable de torturas y malos tratos que acabó por extinguir para siempre a los matojos de perejil del islote homónimo en aquella afamada y gloriosa operación militar de renombre internacional.



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