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18 junio 2010

En el Pumarejo

Les presento un adelanto del reportaje sobre el acoso inmobiliario en Sevilla en el cual estamos trabajando Jesus Gonzalez, de Sin Futuro y sin un duro, y servidor de ustedes. Pronto, en estas mismas páginas, la versión íntegra. Permanezcan atentos. O no.

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Esta vorágine de compra y venta de inmuebles que se desató en la zona norte del Casco Histórico de Sevilla desde finales de los 90, al abrigo de la burbuja inmobiliaria, se detuvo de golpe con el estallido de la crisis en 2008. Sin embargo, Ángel Monge, director de OTAINSA, aclara que no se paralizó “absolutamente”, sino que persiste un “acoso menor”, debido a que “el propietario tiene un interés en que se marche el inquilino, pero sabe que mañana no va a vender”.

Este “período de descanso” al que hace referencia Monge dificulta el encontrar víctimas de acoso inmobiliario. Es la causa de que, durante los sucesivos periplos por el barrio, haya resultado complicado encontrar vecinos que quisieran dar su testimonio. A ello hay que añadir el habitual miedo de las víctimas a hablar, un temor palpable que tiene su raíz en las represalias que han tomado los caseros contra los inquilinos que osaban denunciar sus abusos.

Fue así como, finalmente, llegamos a la calle Macasta, en las entrañas de San Luis. Un callejón estrecho de solería antigua de barro, en forma de ángulo recto, invadido por construcciones de nueva planta y estética moderna en ambas aceras, en cuyo vértice se alza un ruinoso edificio de tres plantas que se desmorona a pedazos, como una atalaya fantasmal que resiste los envites del tiempo y de los hombres.

En esta casa viven seis familias. Una de ellas es la de Julio, el inquilino de la primera planta que nos enseñó la casa. Durante el macabro itinerario turístico comenzaron a revelarse los tabiques y muros agrietados, los tendidos eléctricos deprimentes, los rastros de los sumideros atascados, las humedades, los canalones de desagüe descolgados y fracturados por la mitad, las escaleras desvencijadas, las puertas reventadas y arrancadas de sus goznes, las ventanas desnudas de cristales, los escombros y la basura amontonados y el mal olor que impregnaba toda la estancia.



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